Una vez más, los intérpretes están en los libros. La novela con el cual hemos titulado esta entrega, escrito por Jaime Montell y editado por Grijalbo, nos habla del momento histórico en que los españoles habían conquistado a los aztecas e iban sometiendo a los pueblos amigos y enemigos de México-Tenochtitlan.
Si bien la novela no pretende ser un documento histórico, ni mucho menos, sí aborda un aspecto de la conquista que resulta interesante: la mano dura de la evangelización. De acuerdo con Montell, los frailes a cargo de la evangelización (salvo honrosas excepciones) eran una fuerza más que contribuyó al sometimiento de los pueblos indígenas, a través de la imposición de la religión católica y la eliminación violenta, agresiva, de las creencias indígenas.
Océlotl, el protagonista, fue uno de los últimos sacerdotes de Anáhuac, quizás el último, y vive sus últimos años en una celda sometido a los constantes interrogatorios del obispo Zumárraga, quien depende de los servicios de un intérprete para obtener la información necesaria.
La novela hace constantes referencias a los intérpretes que tendían los puentes de comunicación para la violenta evangelización. Si bien algunos eran indígenas ya evangelizados, que trabajaban bajo las órdenes de los evangelizadores aún a costa de su propia raza, los intérpretes en la novela no son ni buenos ni malos, no son ni víctimas ni victimarios, simplemente son personajes indispensables.
Y si lo pensamos detenidamente no podía ser de otra forma. Los castilla (como los llama Océlotl) no hablaban las lenguas nativas, pero debían ejercer su autoridad a como diera lugar. Los intérpretes jugaron un papel fundamental para ese fin hasta que los indígenas aprendieron a hablar la lengua del conquistador.
Muchos murieron, muchos fueron despojados de sus bienes y de su dignidad. Algunos más, como Océlotl conservaron sus creencias y su dignidad hasta el último aliento.
Hablando de la confesión durante un interrogatorio, Océlotl dice:
“Le digo que nuestra ceremonia se hacía para eso, para quedar libres del mal, para que nuestra señora Tlazolteótl absorbiera la inmundicia y quedáramos limpios. En cambio ahora los frailes nos exigen hacerla a cada rato, además mediante intérprete…”
Durante la lectura de sentencia de un indígena recientemente converso acusado de ser “hereje dogmatizante”, y condenado a morir en la hoguera dice:
“El secretario leyó la sentencia, que especificaba los supuestos errores, actos y palabras heréticas del condenado. Un fraile la tradujo al náhuatl.”
Cerca de su muerte, Océlotl relata:
“Soy llevado así a las plazas de Tenochtitlan y de Tlaltelolco, precedido de dos castilla armados y un pregonero, que va vociferando mis “errores” en su lengua y en náhuatl.”
Los intérpretes presentes en la historia una vez más. Océlotl nos lleva a la reflexión de esa etapa de nuestra historia y, de paso, del rol obligado de los intérpretes.